El apóstol

Esteban siempre fue una persona sensata. Sus amigos se preguntaban que le hizo anclarse en aquella secta. No sabían que sus reflexiones lo hacían buscar el camino de una iluminación espiritual. Un día escuchó hablar del maestro. Un hombre que se autoproclamaba la reencarnación de una divinidad. Al principio, el mensaje del gurú era sobre amor y liberación. Después, con el paso del tiempo, se volvió de un tono más oscuro y misterioso. Su carisma arrastraba consigo a un puñado de feligreses, que veían en Hierofante su tabla de salvación, su entrada al reino del cielo. Su doctrina abarcaba desde la astrología, hasta los extraterrestres. Sus prácticas de liberación del ego fascinaron a Esteban. Con el trascurrir de algunos años se convirtió en uno de los doce apóstoles que estarían cercanos al maestro; uno de los dirigentes de La Orden Del Sol Interior.  

Llegó la fecha indicada. En la noche el maestro trascendería su estado físico a un plano de conciencia pleno y universal. Los doce apóstoles junto a los demás seguidores se irían con él a la dimensión increada del Ain Soph; allí de donde habían manado las diez Sefirot.

«¿Qué pasa que aún no llega Esteban?», pensó el Hierofante ocultando sus ya marcados signos de ansiedad. Todos llevaban sus sagradas vestiduras. «No esperaría una traición de su parte a estas alturas».

Pronto se oyó un sonido en la puerta. Era él. Todos tenían el veneno divino sobre la mesa. Después de aquella gran cena se despedirían del plano físico. Un suicidio colectivo les conduciría a la salvación. Pero alguien irrumpió en la puerta con violencia. Era la policía. El Hierofante lanzó a Esteban una mirada despreciativa. El apóstol sostuvo su mirada con un respiro de alivio, y entonces sonrió.

El susurro

Según nuestra alma se halle agitada o tranquila, las estrellas parecen rutilantes de amenazas o centelleantes de esperanzas. El cielo es también el espejo del alma humana, y cuando creemos leer en los astros, es en nosotros mismos en donde leemos”. (Eliphas Levy)

Resultado de imagen para vampire Illustration device claws—¡Levántate Azazel! Tienes trabajo, el reino de los cielos está prohibido a los perezosos. —dijo Vampiria con una voz dulce, que atravesó incorpórea los cristales de las ventanas sin cortinas de la habitación de Raymond. La voz susurrante lo despertó. Azazel se animó después de haberse quedado dormido antes de terminar su encomienda.

—¡Apresúrate! Debemos terminar lo que hemos empezado —le dijo Vampiria con voz telepática, susurrante, alucinada: “¿no te das cuenta que el tiempo existe en la dimensión que habitas? Terminemos, antes que el amanecer borre luminosamente la oscuridad que hace brillar nuestros fulgores. ¡Libérate! ¡Libérate! Es hora de que te unas nuevamente al tenebroso cielo”.

Azazel se levantó perturbado, sin darse cuenta cuanto tiempo había dormido. Dio pasos apresurados hacía el patio, donde un cielo preñado de estrellas le esperaba. y allí, entre la bóveda celeste relumbraba la roja Vampiria, que invadió sus sueños con aquella voz que él conocía desde los finales de su infancia. Cuando la estrella comenzó hablar a su alma, Raymond adoptó el nombre de Azazel, el cual le fue dictado por el astro junto a una promesa de liberación. Azazel llevaba implantado en sus manos unos dispositivos metálicos, que daban la impresión de garras afiladas. Sus excesivos colmillos de quirófano sobresalían de sus labios, en sus ojos, los misterios del delirio resplandecían como estrellas.

— ¡Ha llegado la hora anhelada alma sedienta! ¡OH roja Vampiria! ¿Será esta la noche en la cual regresaré a cubrirme de tu candor? —exclamó Azazel, excitado, poseído por una fría sudoración, que recorría su piel. Tres mujeres que estaban atadas a sus sillas en el patio, esperaban con horror las frías caricias de sus metálicas uñas, las que en unos instantes penetrarían virilmente la frágil piel de sus cuellos. Su boca se aproximó a digerir el cálido néctar de sus cuerpos moribundos… entonces, se escucharon disparos:

“¡La policía! ¡Manos arriba! ¡Deténgase!”, el ímpetu asesino de Azazel no cedió ante el llamado y continuó su encomienda. Cuatro disparos lo atravesaron haciéndolo  morir desangrado, con la mirada puesta en esa estrella que aún susurraba ¡El rojo Aldebarán!

Fin