¡Vamos Stanislao! Canta para mí la poesía más siniestra esta noche —dijo el Diablo acompañado de dos de sus más altos colegas. Ya la sombra de la muerte se cernía sobre todo el recinto hospitalario. Su silueta alargada se acercó al asiento del viejo sacerdote que era el director del enmohecido hospital. Los tres diablos brillaban cual diamantes en la oscurecida atmósfera de la oficina. Satán entregó al sacerdote gemas preciosas poseedoras de poderes paranormales. Stanislao sabía que todo don otorgado debía pagar su cuota. El sacerdote disfrutaba de la clarividencia que aquellas dádivas le proveían sin ningún temor al fuego eterno.
—¡Ven Stanislao! No te extasies mucho, aún faltan mis joyas. Esas que calman la profunda oscuridad que estrecha mi pecho. ¡Vamos!, antes que cualquier ángel intruso las tome antes que yo —habló nuevamente Satán atravesando las paredes junto a sus demonios. El viejo abrió la puerta y subió las escaleras dirigiéndose a una habitación donde agonizaban dos enfermos a los que daría la extremaunción. Hizo salir a las enfermeras y practicó su ritual ya alejado de su sacramento católico. Su pacto consistía en desviar las almas del esplendor celestial al momento de su muerte, entregándolas al Rey de las Tinieblas. Después que los enfermos exhalaron su último aliento, sus almas brillaron como esferas doradas antes los ojos del sacerdote que pronto las entregó a Lucifer. Satán se iluminó con la luz que desprendían mientras el tormento de los hombres entonaba una oscura canción.
—Ya he cumplido —susurró el sacerdote sobriamente, apresurándose a bajar las escaleras enfebrecido por la curiosidad. En sus manos llevaba apretadas sus gemas como preciados juguetes. El viejo, ensimismado, dio un tras pie al bajar la escalera y se desplomó muriendo en la caída. Sus gemas se esparcieron en el suelo a los pies de un demonio que sonrió al decir: «Vaya vaya, quién lo diría; el viejo Stanislao, ¡otra alma para Satán!».